Ficción y muerte

(la muerte solo existe en la ficción)

El milagro de vivir está en esquivar a la muerte con salud y retrasando la misma lo más posible. Si bien en materia académica y como sustancias humanas no hemos conseguido ese fin más allá de los extraordinarios 122 años y 164 días de doña Juana Calment, sí lo hemos logrado en el territorio de la ficción y en varios niveles. Así por ejemplo viven con fuerza en nuestra memoria personas que ya son más personajes como el buen Wolfgang que en enero soplará sus 266 velitas, o Don Athauallpa que va por los 519 jóvenes años. Y es que estos son apenas unas wawitas si los comparamos con Doña Cleopatra que supera con varios años a don Jesús con sus 2069 años y ni qué decir de su tía Nefertiti que ya bordea los 3391 años y aquellos que inauguraron la historia humana en aquel templo de Anatolia hace 12021 años ¿Todos estos personajes están muertos? Quizá biológicamente, pero definitivamente muchos están más vivos que la mayoría de los vivos.

La pregunta es seria y desde la ficción la respuesta ha querido ser seria. Porque se trata de una pregunta esencial y existencial. A todos nos preocupa solucionar el enigma del no ser. Pero como no podemos concebir el no ser nos inventamos otra forma de ser. Esa solución es justa y necesaria, la usamos religiosamente y como método de comprensión de la vida. Le ponemos a todas nuestras acciones una narrativa, un de dónde, un qué y un a dónde. En este último radica la conclusión de todos los enigmas, la posibilidad máxima, la elucubración ideal e imposible y por eso mismo maravillosa y atractiva.

Ayer falleció el papá de mi mejor amigo, Don Alfonso Luján Chumacero. Un señor que conocí a mis catorce años y a quien siempre le desbordaba su generosidad y su buen humor. Uno de mis primeros recuerdos con él es justo a mis catorce años, nosotros con problemas de comprensión algebraica y él guiándonos a su pequeño estudio en casa, sacando lápices y explicando con paciencia que ignora el final, cómo se relacionan los números, contando la historia de los símbolos, sus misterios, su relación con las formas y de repente develando el secreto y nosotros con la promesa de no reprobar el examen del próximo día que entonces era importante. Veintiseis años después no tengo idea cómo me fue en aquel examen, pero recuerdo con nitidez el rostro sereno de Don Alfonso mientras nos explica como son las cosas de la vida. Ayer falleció, lo supe esta mañana. La leucemia, uno de los tantos tipos de cáncer que nos acecha a todos, provocó un tratamiento con quimioterapia, y esta misma causó una baja de defensas que a la vez provocaron una infección generalizada por una bronquitis y se fue don Don Alfonso. Eso me contó mi mejor amigo, Pablo, “mi papá se fue ayer”. Es algo que solemos hacer con la muerte, decir que alguien se fue. Y es lógico y a la vez mágico. Porque luego vamos al velorio y el cuerpo de Don Alfonso está acá, será enterrado o cremado, pero está acá. Pero el cuerpo no somos. Él ya se fue. Cuando una muerte nos toca no podemos sino crear con fuerza el significado de la misma. Por eso me asalta el recuerdo de mis catorce años aprendiendo álgebra, por eso nos asaltan los recuerdos de ayer cuando todavía lo recordamos vivo, hablándonos. Por eso muchos todavía somos visitados muchos años después por nuestros muertos, alguna vez en sueños vívidos y otros incluso en medio de la noche al ir a orinar y cerrar la puerta y tras la puerta un rostro nítido de aquel hijo, aquel padre, aquel abuelo que nos mira y algo quiere decirnos. Experiencias vívidas, reales, aunque ficticias.

Porque en todas ellas, lo sabemos si queremos ponernos racionales, no han sido nuestros familiares los que nos han visitado por más que así lo queremos afirmar. Lo que nos ha visitado ha sido nuestra necesidad de entender el vacío, el ya no ser, la muerte. Nuestra única salida, solución a ese problema íntimo y total ha sido como siempre la ficción. Nos hemos inventado que nos han visitado, ya sea en forma de sueño o en forma fantasmal en medio de la noche, o de voz que nos dice un secreto a develar.

El mecanismo de la ficción siempre ha sido y siempre será la mímesis, la capacidad de similar la verdad, la realidad. Como la percepción de la realidad la creamos cada uno de nosotros, el trabajo de la mímesis es crear una sinergia entre percepción, experiencia, conocimiento y emoción.

Jean Marie Schaeffer en ese maravilloso estudio, libro, ladrillo y misterio que es ¿Por qué la ficción? Cuenta que los niños desarrollan biológicamente alrededor de los 3 o 4 años la sensación del tiempo. Por eso a partir de entonces comienzan también a fascinarse con las historias y saben esperar desenlaces (si es que no les hemos arruinado el sentido de la inmediatez tirándoles un celular o una tablet para que no molesten). Por eso estar entre cuatro árboles puede convertirse de repente en el bosque de los cien acres. O escuchar una historia se puede volver una obsesión y un bucle temporal para los padres. Porque las niñas, los niños quieren escuchar una y otra vez el libro de la selva o la historia de Yogurtu Ungue (esto en el caso de mis hijas por ejemplo). Pero no es porque no hayan entendido, es porque en el discurrir de la historia hay un misterio que develar, un misterio que es la propia desaparición de la historia. Y ese misterio está en cada paso, está en por qué Mowgli siempre se niega con Baguera a volver a la aldea del hombre y al final cae ante la mirada de la niña que canta en el arroyo. Y ese misterio también está en el recuerdo con el tío Oblongo para atraer la lluvia y en el baile final con la música increíble de Ernesto Ácher por las calles de Nueva York. Cada momento de existencia narrativa es un presentimiento, una clave para el final. Por eso Cortázar piensa que al cuento no le debe sobrar nada, que cada palabra cuenta para saber por qué acaba así. El cuento, la narrativa es el mecanismo, el aparato de laboratorio que utilizamos vara develar, para comprender la vida y lo que nos lleva a la muerte.

Siguiéndole la corriente a Schaeffer. La niña, el niño se da cuenta que su vida también es un cuento y eso lo inquieta y por eso cada vez le intriga y maravilla más. Finalmente, alrededor de los 10 años se da cuenta que él al ser parte de su propio cuento, también va a morir, tarde o temprano, y le vendrá su primera crisis existencial. Muchos padres, muchas madres, aprovecharán o se ahorraran esfuerzos explicativos y verán que es un buen momento para mandar a sus retoños a hacer la primera comunión. Ahí les dirán un cuento en el que uno no muere sino que pasa a mejor vida, una vida eterna, y vivieron felices para siempre, fin. Lo cual puede funcionar como ibuprofeno para una infección, calma el dolor pero no nos cura de la enfermedad. Porque la experiencia de seguir viviendo nos dará más indicios de que todo es un poco más complejo que eso. Habrán algunos que no quieran conflictuarse y se conformarán con ese tipo de explicaciones. Estos, de más grandes, disfrutarán todas las historias de Disney y un poco más tarde, disfrutarán de Titanic y de Transformers de Michael Bay y los Avengers en todas sus versiones de los últimos 15 años. Leerán el código Da Vinci y verán la vida como una oportunidad de Emprededurismo (que siempre me ha sonado a palabra que se debería usar en películas que vayan más allá de la triple x) Todas estas historias de vida (transformes, Disney, etc) son muy valiosas, entretenidas y disfrutables, pero todas muy simples si queremos develar los maravillosos misterios de la vida y la muerte, que al final a eso vinimos.

No hay bien, ni mal en la muerte, solo el hecho, solo el no ser. Por eso es importante ocultar la evidencia, solo así se explica el hecho de enterrar, de que ya no se vea. Total, el cuerpo no es, lo que es ya no está, se fue.

Entonces el misterio está en la ficción y la visitamos una y otra vez. No es la muerte quien nos visita, somos nosotros los que la buscamos porque queremos entenderla; igual que a la novia que nos dejó sin darnos explicaciones. Nos preguntamos una y otra vez ¿por qué morimos? ¿qué pasa después? La respuesta es: no pasa nada, lo que sabemos, lo podemos probar. Pero no nos es suficiente. Así que nos persignamos y nos contamos una historia:

Había una vez el hombre inmortal que cuando moría reencarnaba, se iba al cielo, se convertía en vaca o en bacilo de koch según se haya portado en su existencia. La ficción trata de averiguar esta compleja relación para comprendernos a nosotros mismos. Cada vez que nos inventamos algo, cada vez que nos volvemos a contar algo que nos pasó, que nos acordamos. Queremos entendernos, ¿por qué lloramos?, ¿por qué reímos?, ¿por qué es tan chistoso?, ¿por qué es tan tonto?, ¿por qué todo es tan absurdo?, ¿por qué hace frío?, ¿por qué nos vale que estemos en cuarta ola y todos nos vamos a la feria a apretujarnos y compartir nuestra experiencia vírica como ganado sediento de espectáculo, sediento de muerte. ¿por qué no puedo darle a todo un sentido?, ¿por qué estoy vivo?, ¿por qué me voy a morir?, ¿por qué todo va a morir?. ¿Por qué nunca habré existido?

Javier Marías inicia su novela “Mañana en la batalla piensa en mí” con esa frase total “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere -si tiene tiempo de darse cuenta- les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha -la nuca- y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos”.

En este inicio de novela que parece realista, Marías hace lo contrario, nos llena de imágenes que nos enfrentan a lo absurdo de la muerte, pero con la necesidad de que la muerte no nos toque, que sea algo de ficción que podamos ver, entender, pero no experimentar. Gracias a la ciencia, la muerte cada vez es menos interesante, la mayoría de las personas mueren y morirán en la cama de un hospital, quizá buscando entre lo que le quede de razón en ese último instante un recuerdo de un juego de niñez, cuando existía la promesa de la eternidad, y el juego lo era todo. Es decir ficcionando, tal como nosotros hacemos con esa imagen querer algo de poesía, de dignidad, al menos en ese instante.

Títono era un mortal de una belleza deslumbrante. La diosa Eos se enamoró de él. Ella misma le pidió a Zeus que concediera la inmortalidad a su amado, cosa que el padre de los dioses concedió. Pero a la diosa se le olvidó pedir también la juventud eterna, de modo que Títono fue haciéndose cada vez más viejo, encogido y arrugado, hasta que se convirtió en cigarra o según otras versiones en grillo o incluso una larva. Desde entonces cada vez que Eos se despierta por la mañana y llora, produce el rocío con sus lágrimas, Títono se alimenta de las mismas, y cuando le preguntan qué desea, responde en latín: Mori, mori, mori… que significa “morir, morir, morir”.

Quiero terminar esta exposición exhortando a todos a continuar en la vana lucha de comprender la muerte a partir de la ficción. Después de todo es lo único que podemos hacer para estar vivos. Ahí radica la belleza, nuestra razón de ser, la respuesta fiticia y verdadera que debemos tratar de entender. ¿Por qué estamos vivos y por qué vamos a morir? una respuesta que se abre hacia todos los matices del universo, que mientras más compleja, más interesante, más bella, más humana, como deberían ser todas las respuestas que importan.

2 respuestas a “Ficción y muerte”

  1. Muy interesante, quizás nunca había pensado de la muerte como FICCION y en realidad toda esta explicación tan RICA me hace pensar y me muestra más una FICCION porque más allá de ella no vemos, solo IMAGINAMOS.
    GRACIAS , por escribir sobre este tema.

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