
Me ataca un recuerdo feroz. Mi padre me ha comprado al fin el par de pequeñas ruedas para que pueda aprender a montar la bicicleta. Son dos rueditas que se ajustan a cada lado de la rueda trasera de la bicicleta que deja de ser bi, para convertirse en caudricicleta. Me ataca ahora, 36 años después, el recuerdo. Me ataca sin compasión el nuevo de esos pedales relucientes. Yo voy a probarla una vez que está bien ajustado. La bicicleta es una bMX con los manubrios azules, y protectores de esponja también azules. El asiento es una cara de águila amarilla. Los recuerdos de la infancia son tan fuertes, tan nítidos. Me subo, siento que estoy en una especie de trono, se siente bien, como en control de algo, como que siento que en cuanto me he subido a la silla y he comenzado a pedalear ,he crecido o madurado unos años en apenas un instante, me siento feliz.
Me costaría mucho dejar las ruedas azules, casi un año creo. Las dejaré en una visita a una plazuela grande en la que mi padre irá empujando y sosteniéndome, y yo con miedo de caerme sin las ruedas azules ya quitadas, yo que creo que no lo voy a lograr, que me voy a caer y no me caigo y no me caigo, he aprendido a tener equilibrio en la bicicleta.
Diez años después en esa plazuela, rodeado de todo mi curso, declararé mis intenciones de ser novio de una niña por primera vez en mi vida. Ella no me dirá que sí. Todavía no he aprendido a tener equilibrio frente a la chica que me gusta y no sé si lo lograré.
Mejor andar sin rueditas y con la pequeña y divertida probabilidad de sacarte la mugre, que dar la vuelta a la misma plazuela mil veces sabiendo que nada va a cambiar.
Es verdad, pero es que tu eres sabia, yo mortal.